Los resortes dramáticos del tono humano barroco1
Dolores Josa Fernández
Universidad de Barcelona
Mariano Lambea Castro (coaut.)
CSIC
A tan sólo un mes de
la finalización de la edición crítica del Manojuelo Poético-Musical de
Nueva York2, sus editores nos
hemos quedado con no pocos temas abiertos y sembrados de ricas sugerencias que
requieren ser tratados más allá de los límites del estudio introductorio que
atiende a los manuscritos y sus copistas; a la suerte del tiempo que hizo
posible que el valioso repertorio viajara de España a Alemania y de allí a
Manhattan; a fuentes poéticas y musicales; a reflexiones últimas, en
definitiva, sobre los porqués y los juegos entre el sublime arte de la poesía y
el espiritual de la música. Pero en estas páginas nos proponemos reflexionar
sobre el motivo que hace posible que el repertorio delManojuelo neoyorkino
presente una asombrosa dramatización tanto musical como poética. Como el lector
sabrá, llevamos ya publicados seis volúmenes del repertorio poético-musical del
barroco hispánico, de cancioneros en los que se recogen las mejores
composiciones líricas para la corte de Felipe III y Felipe IV. Sin embargo,
hemos de decir que lo que ha diferenciado este repertorio del resto es que en
éste hemos encontrado, excepcionalmente, monólogos en recitativo, fragmentos de
zarzuelas convertidos en tonos humanos, damas que rompen su silencio y
aprovechan todos los resortes de la voz y del canto para burlarse o arremeter
cruelmente contra la tiranía de Amor, que ha osado convertirlas a ellas, las
inalcanzables y desdeñosas de la lírica áurea, en esclavas de su séquito,
sabedoras como son de su superioridad ante el propio dios. A excepción de las
composiciones a cuatro voces que muestran la misma estructura e idéntico estilo
que las obras del Libro de Tonos Humanos o del Cancionero
Poético-Musical Hispánico de Lisboa, nos sorprenden los dúos y las piezas a
solo con un estilo musical más evolucionado técnicamente. Pongamos dos ejemplos
bien elocuentes: «¡Ay, que me río de Amor!»3 y
«¿Quién significa mejor...?», piezas ambas extraídas de la zarzuela Los
juegos olímpicos de Agustín de Salazar y Torres, y de la que, pese a
no haberse conservado la totalidad de su música4, podemos escuchar parte de sus versos
gracias a la inspiración de Juan Hidalgo5.
«¡Ay, que me río de
Amor!» está compuesta con versos del inicio de la segunda jornada de la
zarzuela para los que el músico escribió una melodía bellísima en las dos
secciones que la conforman (coplas y estribillo), y resulta tan hermosa que no
cansa la interpretación del estribillo después de cada copla -así consta en el
manuscrito-; práctica que, como sabemos, no es muy habitual en este género
poético-musical. La intención lírica fue componer una obra con la que exaltar
el poder humano sobre la tiranía de Amor gracias al humor y la risa. Por esta
causa, el poeta-compositor se sirvió de los maravillosos versos que dice el
personaje de la graciosa Siringa para desmitificar -según era preceptivo en la
Comedia Nueva- la seriedad y, en consecuencia, la esclavitud con que su señora,
Enone, se enfrenta a Amor. En la zarzuela, justo tras la última vez que se
canta (según nuestro testimonio) «¡Ay, cómo río de Amor!», se inicia el dúo con
Enone cuya intervención arranca con «¡Ay, cómo lloro de Amor!». A partir de ese
momento, el dúo entre la graciosa y su señora avanza vertebrado por un canto de
contrarios tan efectista que podría considerarse uno de los primores de la
zarzuela barroca, por aunar, de manera ejemplar, voluntad y logro estético del
arte y del pensamiento del siglo XVII, fundamentados, esencialmente, en la
reversibilidad con todos sus matices y posibilidades. Sin embargo, el
poeta-compositor de la pieza, apostó, como decíamos, sólo por el registro
humorístico y desmitificador para asombrar a un oyente poco acostumbrado a
escuchar los triunfos humanos sobre el dios tirano6. El contrapunto de Enone, representante
del registro tipificado por la tradición clásica del lamento amoroso, se
silencia para resaltar la carcajada lírica sobre el Amor. Ésta es la razón por
la que se convierte la primera estrofa de la zarzuela en el estribillo de la
composición, para irlo repitiendo, íntegramente, a modo de risa imposible de
contener. Tengamos en cuenta que la comedia barroca jugó con todas las
posibilidades de la voz viva y la música no podía ser menos7. Es el momento en el que, en nuestra
cultura, la música y el verso se escenifican con todas las consecuencias de la
dramatización.
La segunda obra es
una exaltación de una propuesta cosmogónica introducida en la Península Ibérica
en el siglo X, difundida mediante una traducción de la escuela de Córdoba, y
que en vida de Lope de Vega cobró vigor hasta consagrarse; nos estamos refiriendo
a la teoría del Amor como quinto elemento atribuida a
Empédocles, según la cual tierra, agua, aire, fuego, amor y odio son, como
recuerda León Hebreo, citando a Aristóteles, «los seis
factores cuya combinación da lugar a todas las formas del mundo de la
generación y corrupción»8.
Hidalgo, para este diálogo entre los cuatro elementos que debaten líricamente
cuál de ellos representa con mayor rigor al quinto, Amor, compuso una pieza
extensa, repetitiva, ya que ningún elemento consigue, finalmente, triunfar
sobre otro, porque se impone el poderío de Amor. Se trata de una composición
fácil de cantar, sin necesidad de grandes virtuosismos vocales, de líneas
melódicas flexibles, que cuenta con la peculiaridad de ser un continuo diálogo
musical para cuatro tiples, fiel reflejo del diálogo poético. En el caso de
esta obra, el poeta-compositor trabaja con los versos que cantan las ninfas
Casandra y Enone, casi al término de la segunda jornada de la zarzuela, ante el
rey de Troya, aunque la intención poético-musical haya sido, en este caso,
crear un tono para cuatro tiples en el que cada uno de ellos representa un
elemento de la naturaleza cantando el triunfo de Amor. Las trazas compositivas
han hecho posible que el coro de ninfas se transformara en una pieza única, de
un lirismo sobrecogedor, cuya función es exaltar la reposición literaria de un
quinto elemento (superior a los cuatro tradicionales) al que rindieron culto y
veneración muchísimos poetas del siglo XVII español, y valga apuntar que «no sólo como aprendices de filósofos o como seres racionales
dotados de envidiable ingenio, sino como simples galanes prendados de mujer
hasta los huesos»9.
Asimismo, de la
zarzuela de Juan Bautista Diamante titulada Alfeo y Aretusa10 contamos con otro tono, «¡Ay,
desdichada, ...!», puesto en música, también, por Hidalgo, quien logra para los
versos una melodía delicada, íntima y hermosa que, en su inicio, nos remite a
dos características esenciales del lamento musical: la
interjección y el descenso melódico por grados conjuntos11. El poeta-compositor de la pieza
trabajó con un lamento musical culto de la zarzuela que es, además, la escena
más conmovedora de la que podríamos denominar semi-ópera12, al tratarse de la manifestación de la
desolación y la impotencia que siente la ninfa Calixto «víctima
de los dioses y de la lujuria de Júpiter -ante la incomprensión e indiferencia
del resto de las ninfas-. El poeta-compositor quiso rescatar del silencio y
conferirle voz y armonía a este conmovedor lamento causado por la angustia de
un trágico destino devastador, suprimiendo toda huella escénica y dialógica
tras los intensos versos de Calixto, y aprovechando, a su vez, la fuerza de las
claves míticas y poéticas que este lamento, en sí, posee del tópico dramático
barroco del rey tirano por amor»13.
Y como último
ejemplo, referiremos «Pajarillo que cantas ausente», villancico de la fábula
puesta en música titulada Eurídice y Orfeo de Antonio de Solís
y Rivadeneyra14, con música de
Cristóbal Galán, quien nos ofrece una pieza bien compuesta y mejor lograda, de
melodía que fluye con suma naturalidad en movimiento ondulatorio, fraccionada,
a veces, en pequeñas células que agilizan el discurso, y con buen contraste
entre ambas secciones, y buen diálogo, también, entre la voz y el
acompañamiento. Poeta y compositor se sumaron al reto histórico de poner a
prueba escénicamente, y con convicción, el poder de la música. Del mismo empeño
nació L’Orfeo (1607) con música de Claudio
Monteverdi yparole de Alessandro Striggio, y no es
casual que tanto aquélla como esta obra compartan el mismo mito como tema,
puesto que Orfeo, además de ser en occidente el héroe musical por antonomasia,
quien personifica la habilidad de la poesía, el hermanamiento entre música y
elocuencia15, se convirtió en
el siglo XVII en el mito que representaba la última finalidad del arte al
llevar implícito el amor, la belleza, la armonía de la naturaleza y la muerte:
It
is the myth of the artist’s magic, of his courage for the dark, desperate
plunge into the depths of the heart and of the world, and of his hope and
need to return to tell the rest of us of his journey16.
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Tengamos en cuenta
que una de las manifestaciones más genuinas del Renacimiento italiano se centró
en la reivindicación de la gesta órfica con la Favola
di Orfeo de Angelo Poliziano, en 1494; obra con la que se quiso infundir
nueva vida al mito, tras las apariciones medievales del personaje. Y es esta
pretensión la que nos permite considerar esta obra de Poliziano como un bello y
convincente preludio, no sólo de lo que iba a ser la ópera italiana a
principios del siglo XVII, sino de la trascendencia de Orfeo en la conjunción
de poesía y música, pues en el mismo año de 1600, Giulio Caccini y Jacopo Peri
nos brindan sus Eurídices con igual libreto a cargo de Ottavio
Rinuccini; en 1607, aparece el mencionado Orfeo de Monteverdi
y Striggio; en 1616, Domenico Belli escribe el entremés musical Orfeo
dolente y tres años más tarde, en 1619, el titulado La
morte di Orfeo; en 1638, Heinrich Schütz compone el ballet Orfeo e Euridice,
y en 1647, Luigi Rossi, con libreto de Francesco Buti, representa su magnífica
ópera Orfeo en el Palais-Royal de París, bajo
los auspicios del cardenal Mazarin17.
Y larga vida seguirá teniendo Orfeo de la mano de Charpentier, Telemann, Gluck,
Haydn..., hasta llegar, si queremos, a nuestros cineastas contemporáneos que
vienen a sumar el séptimo arte a los de la música y la poesía.
Al hilo de lo que
venimos comentando, imaginemos cuánto ha permitido aportar formalmente la
leyenda de este mito a la poética hispánica del barroco, anhelante como estaba
de jugar con todos los resortes de la voz viva y que, por otra parte, disponía
de una fórmula teatral como la de la Comedia Nueva, al servicio de un texto
dramático entendido, en parte, como poema; fórmula teatral que, a su vez, se
fue beneficiando de la mixtura sensitiva a la que terminaron aspirando los
artistas del XVII, para que el oído cediera sus funciones a la vista y ésta
pudiera identificarse con aquél, los trazos con la voz y ésta, con todo, al
tiempo que ponía a prueba sus propios límites y funciones. Es muy significativo
que Calderón de la Barca, el poeta dramático de quien dependió la creación y el
asentamiento de la llamada fiesta teatral cortesana, considerara esta como
resultado de la conjunción del conceptismo poético y el alma de
la música, enfatizado todo por el marco de las artes plásticas18. A tenor de este dato, si recordamos
que comentábamos antes que la característica más importante de este repertorio
es su intensidad dramática, ¿sorprenderá que la mitad de los poetas que hemos
podido identificar sean fieles discípulos de Calderón? Agustín de Salazar y
Torres formaba parte de la llamada escuela dramática calderoniana, y fue el
propio Calderón de la Barca el que aprobó, el 20 de enero de 1681 (cuatro meses
antes de morir), el primer volumen de la Cythara de Apolo; Antonio de
Solís y Rivadeneyra también siguió el magisterio de Calderón, y junto con él
recreó Il pastore Fido de Giovanni Guarini; Juan
Bautista Diamante pertenecía, asimismo, a la escuela calderoniana, siendo uno
de los poetas dramáticos de más éxito en su época porque supo, como sólo el
maestro sabía hacerlo, servirse de la escenografía y la música en beneficio del
contenido poético:
Al estudiar el
teatro de Diamante en su variante zarzuelística, representado tanto en la
corte de Felipe IV como en la de Carlos II, nos hemos podido dar cuenta de
sus principales características. Es un teatro que junto a los intentos de
introspección psicológica de la naturaleza humana, centrados en el
sentimiento del amor, plantea una serie de cuestiones transcendentales que
conciernen sobre todo al individuo y su problemática vital, existencial.
Surge, sobre todo en la obra maestra del teatro cortesano de nuestro
autor Alfeo y Aretusa, el problema filosófico-teológico de la
libertad-destino, el tema ético-moral de "vencerse a sí mismo" y el
fundamental (para el hombre barroco español) problema del desengaño. Teniendo
en cuenta la eficacia de la transmisión de los contenidos líricos,
político-ideológicos o ético-morales, Diamante echa mano del recurso a la
escenografía y la música. Combinando estos elementos, integrándolos en un
conjunto, intenta realizar, tras su maestro Calderón, el ideal de un teatro
total, tanto ideológica como estéticamente, en la corte española de la
segunda mitad del Siglo de Oro19.
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Por último, Alonso de
Olmedo que trabajó en obras del propio Calderón. Pero, ¿cuál era el propósito
de ese fervor por conjugar el conceptismo poético y el alma de
la música defendido por el genial Calderón y acatado con excelencia por sus discípulos?
Mover los afectos:
provocar en el
espectador un impulso emotivo más que racional, objetivo perseguido por todo
el arte barroco, que busca conmover el ánimo del espectador a través de los
sentidos. Y para conseguirlo los pintores no dudan en acentuar toda la carga
"patética" de su obra a través del color y la composición, los
dramaturgos se apoyarán [...] en la fusión de música, literatura y pintura,
artes las tres dirigidas especialmente a los dos sentidos a los que en el
Barroco se concede mayor preponderancia: la vista y el oído20.
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Por esta razón,
podemos encontrar un poema en el que, asombrosamente, mientras las necesidades
líricas se sobreponen de un modo explícito para realizar el tono humano, se
expresan, al mismo tiempo, vertebradas por el paradójico afán de silencio. De
ahí que sea la mesura que no tuvo Orfeo la que se le exija al ruiseñor, el
símbolo del bello canto por excelencia en occidente:
(n.º 34, vv. 25-28)
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Hemos de añadir que
este renacimiento de Orfeo hubiera sido impensable sin la corte. Fijémonos en
el hecho de que Antonio de Solí s escribiera su comedia mitológica Eurídice
y Orfeo durante su período de notoriedad en la corte21, y que la creara bajo los parámetros
de la magnificencia escénica del Palacio Real -según uno de los dos testimonios
conservados22-, al modo con que
nació L'Orfeo de Monteverdi y Striggio, al
calor de una fiesta cortesana en la corte de los Gonzaga. En el caso de España,
además, es al amparo de las representaciones para la corte donde empieza a
crearse un teatro musical23,
y es, precisamente, gracias a un teatro entendido como espectáculo -el mismo
para el que se escribe la Comedia Nueva- por el que nacen géneros musicales
breves como el baile dramático, la mojiganga dramática y la jácara entremesada24. Y es que no sólo Orfeo como exponente
de la unión del conceptismo poético y el ánima de la música, de la muerte y el
silencio, del amor y sus dolencias, sino que el resto de representaciones
poético-musicales sólo pudieron gestarse desde el «efímero
de Estado»25. Díez Borque, que
estudió detalladamente las relaciones entre teatro y fiesta en el Barroco26 pudo demostrar la capacidad que
tenía aquel Estado absolutista (como cualquier otro) para generar representaciones que
terminaban por convertirse en metáforas de su propio poder27. En el caso de España, estas representaciones
eran cada vez más complejas y estéticamente más sorprendentes, para lo cual la
música fue imprescindible a sabiendas, no sólo de que es una extraordinaria
transmisora de ideas28,
sino de que el sonido se movía con entidad propia -tal era la creencia de los
compositores de aquel período- y, en consecuencia, debía someterse a todas las
tensiones de la escenificación y de la dramatización que una fórmula como la
Comedia Nueva permitía.
Durante el siglo
XVII, a diferencia de lo que ocurre en Italia, donde las nuevas creaciones se
centran en la realización estética, en España se desarrolla un nuevo concepto
de tono humano, que se va dramatizando en su ejecución y en su elaboración,
pero en el que la palabra puesta en música o cantada sigue manteniendo su peso
poético-musical. Así pues, y tras los años que llevamos dedicándonos al estudio
del tono humano, podemos afirmar que ésta es la característica que se
convertiría en uno de los atributos más sobresalientes de los tonos humanos del
barroco hispánico, pues viene dada por una cultura en que «la
poesía era, o pretendía ser, casi todo»29,
hasta el extremo de procurar transformarlo todo en clave poética. La máxima
expresión de ello, la más perfecta y acabada, vino a serlo el teatro, como tan
bien supo demostrar Aurora Egido30,
ya que se aprovechaba la esencia lírica y dramática de la palabra poética para
la consolidación del género literario-espectacular y, a cambio, se difundía la
poesía como ningún otro medio podía hacerlo, logrando, incluso, educar a los
espectadores en las nuevas corrientes poéticas mediante formas populares. De
esta combinación entre lo nuevo, lo tradicional, lo culto y lo popular floreció
la redondilla, la seguidilla y, en parte, el romancero lírico31. Por esta causa la música teatral
española del barroco empezó a tener un estilo tan bien definido. Sin lugar a
dudas, la importancia de la poesía fue la que decantó a nuestra tradición
musical, por un lado, hacia el canto entendido con una predominante intención
transmisora, y, por otro, hacia el recién incorporado recitativo32.
Nos resta decir que esa
soberanía poética fue la responsable de que la corriente tradicional musical
tampoco perdiera su protagonismo, como le ocurría a la propia poesía, para que,
de este modo, la música de siempre siguiera comunicando, llegando a un público
al que se tenía que seducir, mediante los encantos que conocía, para que
adoptara elementos nuevos. La preeminencia de la poesía fue, en última
instancia, la que hizo posible un estilo musical que, por todo lo dicho,
podemos considerar igual de avanzado que cualquier otro de la Europa del
momento, y debemos empezar a disfrutarlo como un estilo que es excepcional
fruto de una sensibilidad tan compleja y rica que tuvo que cumplir con el
difícil equilibrio de experimentar con nuevas técnicas, recursos y temas,
adaptándolo todo a los gustos de una sociedad que, en claroscuro, se creía
sentir imperial33, y que se regía,
prioritariamente, por un sentido de la trascendencia. En la Península
metafísica34, la fiesta
cantada se convirtió en el mejor vehículo para evocar y convocar esa dimensión
trascendente del todo imposible en lo cotidiano. Y fue de esa representación
del poder de donde se fue fraguando el poder de la representación, como diría
Balandier35, puesto que dicho
proceso tenía que ver:
con la
transformación de lo real y lo ilusorio, con la inversión de la realidad, con
la producción escénica de una realidad antológicamente superior, destinada a
configurar una identidad individual y colectiva36.
|
Resulta evidente,
pues, que tanto poetas como músicos españoles, cuanto más se cumple el siglo
XVII, con mayor perfección tenían asumidos los parámetros creativos del teatro
musical, la zarzuela, la ópera o la fiesta cantada; convirtiéndose el teatro,
en sí mismo, en un venero para la creación de romances líricos u otros tonos a
modo de solos, dúos o piezas para tres y cuatro voces como expresión y
testimonio de nuestro barroco lírico que estaba alcanzando la cumbre de su
extremosidad expresiva. El padre Ignacio de Camargo dejó su conformación al
respecto:
La música de los
teatros de España está hoy en todos los primores tan adelantada y tan subida
de punto, que no parece que puede llegar a más. Porque la dulce armonía de
los instrumentos, la destreza y suavidad de las voces, la conceptuosa agudeza
de las letras, la variedad y dulzura de los tonos, el aires y sazón de los
estribillos, la gracia de los quiebros, la suspensión de los redobles y
contrapuntos hacen tan suave y deliciosa armonía que tiene a los oyentes
suspensos y como hechizados. A cualquier letrilla o tono que cantan en el
teatro le dan tal gracia y tal sal, que Hidalgo, aquel gran músico célebre de
la Capilla Real, confesaba con admiración que nunca él pudiera componer cosa
de tanto primor37.
|
La música y la
poesía, más que nunca hasta ese momento, se nos ofrecieron en
conjunción de ciencia, y,
tal vez se subsane
con el tiempo una deturpación en Horacio y demos con el verso ut
musica poesis, o tal vez alguien descubra en alguna epístola secreta el tópico
trocado ut poesis musica, en lugar del
lexicalizado y mal interpretado ut
pictora poesis38...
|
Al margen de la
ironía, lo cierto es que en el siglo XVII tiene su máxima expresión la fusión
de las retóricas poéticas y musicales, pero muy poco se viene reflexionando
sobre esta certeza incuestionable que se nos evidencia en repertorios como el
que estamos comentando.
En cuanto a la música
en concreto, hemos de precisar que para quienes estudiamos la música profana
del siglo XVII, en sus dos géneros más claramente delimitados como son la
música vocal de cámara compuesta e interpretada para la corte y la
aristocracia, y la música escénica, ya sea de carácter incidental para obras de
teatro no musicales (comedias, entremeses), o específicamente compuesta para
obras de teatro musicales (zarzuelas, fiestas cantadas, semióperas, etc.),
existe un estilo polifónico para la primera mitad de siglo y un estilo más
monódico para la segunda mitad. María Asunción Flórez refiere la siguiente
observación circunscrita al ámbito teatral:
Durante la primera
mitad del siglo predominará el estilo polifónico formado por canciones a dos,
tres y cuatro voces con acompañamiento instrumental; en la segunda mitad será
la canción a solo, también con acompañamiento instrumental, la que domine la
música teatral hispana39.
|
Luis Robledo, por su
parte, señala el vínculo entre ambos estilos con nombres de compositores
emblemáticos:
La generación de
nuestro Juan Blas y de Mateo Romero, la que alcanza su plenitud creadora en
el reinado de Felipe III y primeros años del de Felipe IV, sienta las bases
de una de las escuelas más originales y características de nuestra historia
musical, la que, de la mano de hombres como Juan Hidalgo, Juan del Vado o
Cristóbal Galán, se desarrolla en la segunda mitad del siglo XVII40.
|
En el Manojuelo se
dan ambas circunstancias: dos estilos diferentes y dos generaciones de
compositores, con lo cual tendremos un muestrario completo de la música profana
española de la época barroca, también en su doble vertiente de música para la
corte y música para la escena.
Lo cierto es que el
conocimiento de la historia del tono humano o géneros afines en el siglo XVII
permite acortar, en parte, ese «salto mortal» que tendríamos que dar desde
Tomás Luis de Victoria hasta el siglo XX41,
ya que, aunque compartamos la opinión de que nuestro país es traumático por
cómo se perpetúa en él la soberbia, según Gracián42, también es verdad que nuestro
patrimonio poético-musical es un gran desconocido dentro de nuestra propia
cultura, porque se encuentra inédito en gran medida, y, en consecuencia, porque
existen pocas grabaciones de él siguiendo la metodología interdisciplinaria.
Ambas circunstancias repercuten (y esto es lo delicado), por una parte, en
nuestra tradición crítica a la hora de enjuiciar, y por lo tanto de participar
en la escritura de la historia de la música y del tono humano barroco, y, por
otra parte, porque convierte en milagrosa, tristemente, su transferencia de
conocimiento a la sociedad.
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