martes, 5 de mayo de 2015

RESORTES DRAMATICOS

Los resortes dramáticos del tono humano barroco1
Dolores Josa Fernández


Universidad de Barcelona
Mariano Lambea Castro (coaut.)


CSIC



A tan sólo un mes de la finalización de la edición crítica del Manojuelo Poético-Musical de Nueva York2, sus editores nos hemos quedado con no pocos temas abiertos y sembrados de ricas sugerencias que requieren ser tratados más allá de los límites del estudio introductorio que atiende a los manuscritos y sus copistas; a la suerte del tiempo que hizo posible que el valioso repertorio viajara de España a Alemania y de allí a Manhattan; a fuentes poéticas y musicales; a reflexiones últimas, en definitiva, sobre los porqués y los juegos entre el sublime arte de la poesía y el espiritual de la música. Pero en estas páginas nos proponemos reflexionar sobre el motivo que hace posible que el repertorio delManojuelo neoyorkino presente una asombrosa dramatización tanto musical como poética. Como el lector sabrá, llevamos ya publicados seis volúmenes del repertorio poético-musical del barroco hispánico, de cancioneros en los que se recogen las mejores composiciones líricas para la corte de Felipe III y Felipe IV. Sin embargo, hemos de decir que lo que ha diferenciado este repertorio del resto es que en éste hemos encontrado, excepcionalmente, monólogos en recitativo, fragmentos de zarzuelas convertidos en tonos humanos, damas que rompen su silencio y aprovechan todos los resortes de la voz y del canto para burlarse o arremeter cruelmente contra la tiranía de Amor, que ha osado convertirlas a ellas, las inalcanzables y desdeñosas de la lírica áurea, en esclavas de su séquito, sabedoras como son de su superioridad ante el propio dios. A excepción de las composiciones a cuatro voces que muestran la misma estructura e idéntico estilo que las obras del Libro de Tonos Humanos o del Cancionero Poético-Musical Hispánico de Lisboa, nos sorprenden los dúos y las piezas a solo con un estilo musical más evolucionado técnicamente. Pongamos dos ejemplos bien elocuentes: «¡Ay, que me río de Amor!»3 y «¿Quién significa mejor...?», piezas ambas extraídas de la zarzuela Los juegos olímpicos de Agustín de Salazar y Torres, y de la que, pese a no haberse conservado la totalidad de su música4, podemos escuchar parte de sus versos gracias a la inspiración de Juan Hidalgo5.
«¡Ay, que me río de Amor!» está compuesta con versos del inicio de la segunda jornada de la zarzuela para los que el músico escribió una melodía bellísima en las dos secciones que la conforman (coplas y estribillo), y resulta tan hermosa que no cansa la interpretación del estribillo después de cada copla -así consta en el manuscrito-; práctica que, como sabemos, no es muy habitual en este género poético-musical. La intención lírica fue componer una obra con la que exaltar el poder humano sobre la tiranía de Amor gracias al humor y la risa. Por esta causa, el poeta-compositor se sirvió de los maravillosos versos que dice el personaje de la graciosa Siringa para desmitificar -según era preceptivo en la Comedia Nueva- la seriedad y, en consecuencia, la esclavitud con que su señora, Enone, se enfrenta a Amor. En la zarzuela, justo tras la última vez que se canta (según nuestro testimonio) «¡Ay, cómo río de Amor!», se inicia el dúo con Enone cuya intervención arranca con «¡Ay, cómo lloro de Amor!». A partir de ese momento, el dúo entre la graciosa y su señora avanza vertebrado por un canto de contrarios tan efectista que podría considerarse uno de los primores de la zarzuela barroca, por aunar, de manera ejemplar, voluntad y logro estético del arte y del pensamiento del siglo XVII, fundamentados, esencialmente, en la reversibilidad con todos sus matices y posibilidades. Sin embargo, el poeta-compositor de la pieza, apostó, como decíamos, sólo por el registro humorístico y desmitificador para asombrar a un oyente poco acostumbrado a escuchar los triunfos humanos sobre el dios tirano6. El contrapunto de Enone, representante del registro tipificado por la tradición clásica del lamento amoroso, se silencia para resaltar la carcajada lírica sobre el Amor. Ésta es la razón por la que se convierte la primera estrofa de la zarzuela en el estribillo de la composición, para irlo repitiendo, íntegramente, a modo de risa imposible de contener. Tengamos en cuenta que la comedia barroca jugó con todas las posibilidades de la voz viva y la música no podía ser menos7. Es el momento en el que, en nuestra cultura, la música y el verso se escenifican con todas las consecuencias de la dramatización.
La segunda obra es una exaltación de una propuesta cosmogónica introducida en la Península Ibérica en el siglo X, difundida mediante una traducción de la escuela de Córdoba, y que en vida de Lope de Vega cobró vigor hasta consagrarse; nos estamos refiriendo a la teoría del Amor como quinto elemento atribuida a Empédocles, según la cual tierra, agua, aire, fuego, amor y odio son, como recuerda León Hebreo, citando a Aristóteles, «los seis factores cuya combinación da lugar a todas las formas del mundo de la generación y corrupción»8. Hidalgo, para este diálogo entre los cuatro elementos que debaten líricamente cuál de ellos representa con mayor rigor al quinto, Amor, compuso una pieza extensa, repetitiva, ya que ningún elemento consigue, finalmente, triunfar sobre otro, porque se impone el poderío de Amor. Se trata de una composición fácil de cantar, sin necesidad de grandes virtuosismos vocales, de líneas melódicas flexibles, que cuenta con la peculiaridad de ser un continuo diálogo musical para cuatro tiples, fiel reflejo del diálogo poético. En el caso de esta obra, el poeta-compositor trabaja con los versos que cantan las ninfas Casandra y Enone, casi al término de la segunda jornada de la zarzuela, ante el rey de Troya, aunque la intención poético-musical haya sido, en este caso, crear un tono para cuatro tiples en el que cada uno de ellos representa un elemento de la naturaleza cantando el triunfo de Amor. Las trazas compositivas han hecho posible que el coro de ninfas se transformara en una pieza única, de un lirismo sobrecogedor, cuya función es exaltar la reposición literaria de un quinto elemento (superior a los cuatro tradicionales) al que rindieron culto y veneración muchísimos poetas del siglo XVII español, y valga apuntar que «no sólo como aprendices de filósofos o como seres racionales dotados de envidiable ingenio, sino como simples galanes prendados de mujer hasta los huesos»9.
Asimismo, de la zarzuela de Juan Bautista Diamante titulada Alfeo y Aretusa10 contamos con otro tono, «¡Ay, desdichada, ...!», puesto en música, también, por Hidalgo, quien logra para los versos una melodía delicada, íntima y hermosa que, en su inicio, nos remite a dos características esenciales del lamento musical: la interjección y el descenso melódico por grados conjuntos11. El poeta-compositor de la pieza trabajó con un lamento musical culto de la zarzuela que es, además, la escena más conmovedora de la que podríamos denominar semi-ópera12, al tratarse de la manifestación de la desolación y la impotencia que siente la ninfa Calixto «víctima de los dioses y de la lujuria de Júpiter -ante la incomprensión e indiferencia del resto de las ninfas-. El poeta-compositor quiso rescatar del silencio y conferirle voz y armonía a este conmovedor lamento causado por la angustia de un trágico destino devastador, suprimiendo toda huella escénica y dialógica tras los intensos versos de Calixto, y aprovechando, a su vez, la fuerza de las claves míticas y poéticas que este lamento, en sí, posee del tópico dramático barroco del rey tirano por amor»13.
Y como último ejemplo, referiremos «Pajarillo que cantas ausente», villancico de la fábula puesta en música titulada Eurídice y Orfeo de Antonio de Solís y Rivadeneyra14, con música de Cristóbal Galán, quien nos ofrece una pieza bien compuesta y mejor lograda, de melodía que fluye con suma naturalidad en movimiento ondulatorio, fraccionada, a veces, en pequeñas células que agilizan el discurso, y con buen contraste entre ambas secciones, y buen diálogo, también, entre la voz y el acompañamiento. Poeta y compositor se sumaron al reto histórico de poner a prueba escénicamente, y con convicción, el poder de la música. Del mismo empeño nació L’Orfeo (1607) con música de Claudio Monteverdi yparole de Alessandro Striggio, y no es casual que tanto aquélla como esta obra compartan el mismo mito como tema, puesto que Orfeo, además de ser en occidente el héroe musical por antonomasia, quien personifica la habilidad de la poesía, el hermanamiento entre música y elocuencia15, se convirtió en el siglo XVII en el mito que representaba la última finalidad del arte al llevar implícito el amor, la belleza, la armonía de la naturaleza y la muerte:
It is the myth of the artist’s magic, of his courage for the dark, desperate plunge into the depths of the heart and of the world, and of his hope and need to return to tell the rest of us of his journey16.

Tengamos en cuenta que una de las manifestaciones más genuinas del Renacimiento italiano se centró en la reivindicación de la gesta órfica con la Favola di Orfeo de Angelo Poliziano, en 1494; obra con la que se quiso infundir nueva vida al mito, tras las apariciones medievales del personaje. Y es esta pretensión la que nos permite considerar esta obra de Poliziano como un bello y convincente preludio, no sólo de lo que iba a ser la ópera italiana a principios del siglo XVII, sino de la trascendencia de Orfeo en la conjunción de poesía y música, pues en el mismo año de 1600, Giulio Caccini y Jacopo Peri nos brindan sus Eurídices con igual libreto a cargo de Ottavio Rinuccini; en 1607, aparece el mencionado Orfeo de Monteverdi y Striggio; en 1616, Domenico Belli escribe el entremés musical Orfeo dolente y tres años más tarde, en 1619, el titulado La morte di Orfeo; en 1638, Heinrich Schütz compone el ballet Orfeo e Euridice, y en 1647, Luigi Rossi, con libreto de Francesco Buti, representa su magnífica ópera Orfeo en el Palais-Royal de París, bajo los auspicios del cardenal Mazarin17. Y larga vida seguirá teniendo Orfeo de la mano de Charpentier, Telemann, Gluck, Haydn..., hasta llegar, si queremos, a nuestros cineastas contemporáneos que vienen a sumar el séptimo arte a los de la música y la poesía.
Al hilo de lo que venimos comentando, imaginemos cuánto ha permitido aportar formalmente la leyenda de este mito a la poética hispánica del barroco, anhelante como estaba de jugar con todos los resortes de la voz viva y que, por otra parte, disponía de una fórmula teatral como la de la Comedia Nueva, al servicio de un texto dramático entendido, en parte, como poema; fórmula teatral que, a su vez, se fue beneficiando de la mixtura sensitiva a la que terminaron aspirando los artistas del XVII, para que el oído cediera sus funciones a la vista y ésta pudiera identificarse con aquél, los trazos con la voz y ésta, con todo, al tiempo que ponía a prueba sus propios límites y funciones. Es muy significativo que Calderón de la Barca, el poeta dramático de quien dependió la creación y el asentamiento de la llamada fiesta teatral cortesana, considerara esta como resultado de la conjunción del conceptismo poético y el alma de la música, enfatizado todo por el marco de las artes plásticas18. A tenor de este dato, si recordamos que comentábamos antes que la característica más importante de este repertorio es su intensidad dramática, ¿sorprenderá que la mitad de los poetas que hemos podido identificar sean fieles discípulos de Calderón? Agustín de Salazar y Torres formaba parte de la llamada escuela dramática calderoniana, y fue el propio Calderón de la Barca el que aprobó, el 20 de enero de 1681 (cuatro meses antes de morir), el primer volumen de la Cythara de Apolo; Antonio de Solís y Rivadeneyra también siguió el magisterio de Calderón, y junto con él recreó Il pastore Fido de Giovanni Guarini; Juan Bautista Diamante pertenecía, asimismo, a la escuela calderoniana, siendo uno de los poetas dramáticos de más éxito en su época porque supo, como sólo el maestro sabía hacerlo, servirse de la escenografía y la música en beneficio del contenido poético:
Al estudiar el teatro de Diamante en su variante zarzuelística, representado tanto en la corte de Felipe IV como en la de Carlos II, nos hemos podido dar cuenta de sus principales características. Es un teatro que junto a los intentos de introspección psicológica de la naturaleza humana, centrados en el sentimiento del amor, plantea una serie de cuestiones transcendentales que conciernen sobre todo al individuo y su problemática vital, existencial. Surge, sobre todo en la obra maestra del teatro cortesano de nuestro autor Alfeo y Aretusa, el problema filosófico-teológico de la libertad-destino, el tema ético-moral de "vencerse a sí mismo" y el fundamental (para el hombre barroco español) problema del desengaño. Teniendo en cuenta la eficacia de la transmisión de los contenidos líricos, político-ideológicos o ético-morales, Diamante echa mano del recurso a la escenografía y la música. Combinando estos elementos, integrándolos en un conjunto, intenta realizar, tras su maestro Calderón, el ideal de un teatro total, tanto ideológica como estéticamente, en la corte española de la segunda mitad del Siglo de Oro19.

Por último, Alonso de Olmedo que trabajó en obras del propio Calderón. Pero, ¿cuál era el propósito de ese fervor por conjugar el conceptismo poético y el alma de la música defendido por el genial Calderón y acatado con excelencia por sus discípulos? Mover los afectos:
provocar en el espectador un impulso emotivo más que racional, objetivo perseguido por todo el arte barroco, que busca conmover el ánimo del espectador a través de los sentidos. Y para conseguirlo los pintores no dudan en acentuar toda la carga "patética" de su obra a través del color y la composición, los dramaturgos se apoyarán [...] en la fusión de música, literatura y pintura, artes las tres dirigidas especialmente a los dos sentidos a los que en el Barroco se concede mayor preponderancia: la vista y el oído20.

Por esta razón, podemos encontrar un poema en el que, asombrosamente, mientras las necesidades líricas se sobreponen de un modo explícito para realizar el tono humano, se expresan, al mismo tiempo, vertebradas por el paradójico afán de silencio. De ahí que sea la mesura que no tuvo Orfeo la que se le exija al ruiseñor, el símbolo del bello canto por excelencia en occidente:

Calla, que, en ley de prudente,
de la ausencia el rigor,
el no buscar el alivio
es el alivio mayor.


(n.º 34, vv. 25-28)
               



Hemos de añadir que este renacimiento de Orfeo hubiera sido impensable sin la corte. Fijémonos en el hecho de que Antonio de Solí s escribiera su comedia mitológica Eurídice y Orfeo durante su período de notoriedad en la corte21, y que la creara bajo los parámetros de la magnificencia escénica del Palacio Real -según uno de los dos testimonios conservados22-, al modo con que nació L'Orfeo de Monteverdi y Striggio, al calor de una fiesta cortesana en la corte de los Gonzaga. En el caso de España, además, es al amparo de las representaciones para la corte donde empieza a crearse un teatro musical23, y es, precisamente, gracias a un teatro entendido como espectáculo -el mismo para el que se escribe la Comedia Nueva- por el que nacen géneros musicales breves como el baile dramático, la mojiganga dramática y la jácara entremesada24. Y es que no sólo Orfeo como exponente de la unión del conceptismo poético y el ánima de la música, de la muerte y el silencio, del amor y sus dolencias, sino que el resto de representaciones poético-musicales sólo pudieron gestarse desde el «efímero de Estado»25. Díez Borque, que estudió detalladamente las relaciones entre teatro y fiesta en el Barroco26 pudo demostrar la capacidad que tenía aquel Estado absolutista (como cualquier otro) para generar representaciones que terminaban por convertirse en metáforas de su propio poder27. En el caso de España, estas representaciones eran cada vez más complejas y estéticamente más sorprendentes, para lo cual la música fue imprescindible a sabiendas, no sólo de que es una extraordinaria transmisora de ideas28, sino de que el sonido se movía con entidad propia -tal era la creencia de los compositores de aquel período- y, en consecuencia, debía someterse a todas las tensiones de la escenificación y de la dramatización que una fórmula como la Comedia Nueva permitía.
Durante el siglo XVII, a diferencia de lo que ocurre en Italia, donde las nuevas creaciones se centran en la realización estética, en España se desarrolla un nuevo concepto de tono humano, que se va dramatizando en su ejecución y en su elaboración, pero en el que la palabra puesta en música o cantada sigue manteniendo su peso poético-musical. Así pues, y tras los años que llevamos dedicándonos al estudio del tono humano, podemos afirmar que ésta es la característica que se convertiría en uno de los atributos más sobresalientes de los tonos humanos del barroco hispánico, pues viene dada por una cultura en que «la poesía era, o pretendía ser, casi todo»29, hasta el extremo de procurar transformarlo todo en clave poética. La máxima expresión de ello, la más perfecta y acabada, vino a serlo el teatro, como tan bien supo demostrar Aurora Egido30, ya que se aprovechaba la esencia lírica y dramática de la palabra poética para la consolidación del género literario-espectacular y, a cambio, se difundía la poesía como ningún otro medio podía hacerlo, logrando, incluso, educar a los espectadores en las nuevas corrientes poéticas mediante formas populares. De esta combinación entre lo nuevo, lo tradicional, lo culto y lo popular floreció la redondilla, la seguidilla y, en parte, el romancero lírico31. Por esta causa la música teatral española del barroco empezó a tener un estilo tan bien definido. Sin lugar a dudas, la importancia de la poesía fue la que decantó a nuestra tradición musical, por un lado, hacia el canto entendido con una predominante intención transmisora, y, por otro, hacia el recién incorporado recitativo32.
Nos resta decir que esa soberanía poética fue la responsable de que la corriente tradicional musical tampoco perdiera su protagonismo, como le ocurría a la propia poesía, para que, de este modo, la música de siempre siguiera comunicando, llegando a un público al que se tenía que seducir, mediante los encantos que conocía, para que adoptara elementos nuevos. La preeminencia de la poesía fue, en última instancia, la que hizo posible un estilo musical que, por todo lo dicho, podemos considerar igual de avanzado que cualquier otro de la Europa del momento, y debemos empezar a disfrutarlo como un estilo que es excepcional fruto de una sensibilidad tan compleja y rica que tuvo que cumplir con el difícil equilibrio de experimentar con nuevas técnicas, recursos y temas, adaptándolo todo a los gustos de una sociedad que, en claroscuro, se creía sentir imperial33, y que se regía, prioritariamente, por un sentido de la trascendencia. En la Península metafísica34, la fiesta cantada se convirtió en el mejor vehículo para evocar y convocar esa dimensión trascendente del todo imposible en lo cotidiano. Y fue de esa representación del poder de donde se fue fraguando el poder de la representación, como diría Balandier35, puesto que dicho proceso tenía que ver:
con la transformación de lo real y lo ilusorio, con la inversión de la realidad, con la producción escénica de una realidad antológicamente superior, destinada a configurar una identidad individual y colectiva36.

Resulta evidente, pues, que tanto poetas como músicos españoles, cuanto más se cumple el siglo XVII, con mayor perfección tenían asumidos los parámetros creativos del teatro musical, la zarzuela, la ópera o la fiesta cantada; convirtiéndose el teatro, en sí mismo, en un venero para la creación de romances líricos u otros tonos a modo de solos, dúos o piezas para tres y cuatro voces como expresión y testimonio de nuestro barroco lírico que estaba alcanzando la cumbre de su extremosidad expresiva. El padre Ignacio de Camargo dejó su conformación al respecto:
La música de los teatros de España está hoy en todos los primores tan adelantada y tan subida de punto, que no parece que puede llegar a más. Porque la dulce armonía de los instrumentos, la destreza y suavidad de las voces, la conceptuosa agudeza de las letras, la variedad y dulzura de los tonos, el aires y sazón de los estribillos, la gracia de los quiebros, la suspensión de los redobles y contrapuntos hacen tan suave y deliciosa armonía que tiene a los oyentes suspensos y como hechizados. A cualquier letrilla o tono que cantan en el teatro le dan tal gracia y tal sal, que Hidalgo, aquel gran músico célebre de la Capilla Real, confesaba con admiración que nunca él pudiera componer cosa de tanto primor37.

La música y la poesía, más que nunca hasta ese momento, se nos ofrecieron en conjunción de ciencia, y,
tal vez se subsane con el tiempo una deturpación en Horacio y demos con el verso ut musica poesis, o tal vez alguien descubra en alguna epístola secreta el tópico trocado ut poesis musica, en lugar del lexicalizado y mal interpretado ut pictora poesis38...

Al margen de la ironía, lo cierto es que en el siglo XVII tiene su máxima expresión la fusión de las retóricas poéticas y musicales, pero muy poco se viene reflexionando sobre esta certeza incuestionable que se nos evidencia en repertorios como el que estamos comentando.
En cuanto a la música en concreto, hemos de precisar que para quienes estudiamos la música profana del siglo XVII, en sus dos géneros más claramente delimitados como son la música vocal de cámara compuesta e interpretada para la corte y la aristocracia, y la música escénica, ya sea de carácter incidental para obras de teatro no musicales (comedias, entremeses), o específicamente compuesta para obras de teatro musicales (zarzuelas, fiestas cantadas, semióperas, etc.), existe un estilo polifónico para la primera mitad de siglo y un estilo más monódico para la segunda mitad. María Asunción Flórez refiere la siguiente observación circunscrita al ámbito teatral:
Durante la primera mitad del siglo predominará el estilo polifónico formado por canciones a dos, tres y cuatro voces con acompañamiento instrumental; en la segunda mitad será la canción a solo, también con acompañamiento instrumental, la que domine la música teatral hispana39.

Luis Robledo, por su parte, señala el vínculo entre ambos estilos con nombres de compositores emblemáticos:
La generación de nuestro Juan Blas y de Mateo Romero, la que alcanza su plenitud creadora en el reinado de Felipe III y primeros años del de Felipe IV, sienta las bases de una de las escuelas más originales y características de nuestra historia musical, la que, de la mano de hombres como Juan Hidalgo, Juan del Vado o Cristóbal Galán, se desarrolla en la segunda mitad del siglo XVII40.

En el Manojuelo se dan ambas circunstancias: dos estilos diferentes y dos generaciones de compositores, con lo cual tendremos un muestrario completo de la música profana española de la época barroca, también en su doble vertiente de música para la corte y música para la escena.
Lo cierto es que el conocimiento de la historia del tono humano o géneros afines en el siglo XVII permite acortar, en parte, ese «salto mortal» que tendríamos que dar desde Tomás Luis de Victoria hasta el siglo XX41, ya que, aunque compartamos la opinión de que nuestro país es traumático por cómo se perpetúa en él la soberbia, según Gracián42, también es verdad que nuestro patrimonio poético-musical es un gran desconocido dentro de nuestra propia cultura, porque se encuentra inédito en gran medida, y, en consecuencia, porque existen pocas grabaciones de él siguiendo la metodología interdisciplinaria. Ambas circunstancias repercuten (y esto es lo delicado), por una parte, en nuestra tradición crítica a la hora de enjuiciar, y por lo tanto de participar en la escritura de la historia de la música y del tono humano barroco, y, por otra parte, porque convierte en milagrosa, tristemente, su transferencia de conocimiento a la sociedad.

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